Llantos, tristezas y penas. Ese parecía ser el único repertorio que los medios de comunicación españoles habían adoptado para sus parrillas televisivas durante los años 2008-2009. Acababa de explotar la crisis y los testimonios y peticiones de auxilio social convertían a la pequeña pantalla en un lugar de angustia y desconsuelo. ‘Callejeros’ no hacía más que visitar a barrios en exclusión social, ‘Comando Actualidad’ martilleaba con las vidas de aquellos que estaban en el paro, y los demás programas se hacían simplemente eco de los que vivían manteniendo a toda una familia con 400 euros. Daba casi miedo encender la televisión. La cosa parecía que se iba a hundir. Al tiempo que el presidente del Gobierno no hacía más que dar dinero a ayuntamientos arruinados para que mejorasen sus parques. La cosa pintaba mal por todos lados. Sin embargo, a alguien se le iluminó una extraña bombilla en lo más adentro de su ser, y pensó que la mejor manera para combatir la crisis era mostrarle a esa España arruinada que aunque todo parecía perdido, el lujo y la extravagancia seguía existiendo, y comenzó el bombardeo de los programas de ricos. ‘Mujeres Ricas’, ‘Callejeros de lujo’, programas de chalets impresionantes, baños en oro para pieles secas… Una total desfachatez. ¿Por qué somos tan ridículos? Ni hacía falta bombardear con miserias ni mucho menos con extravagancias. Sin embargo, si con lo primero se pretendía denunciar la realidad, ¿qué es lo que se pretende con lo segundo? ¿Entretener al ciudadano para que olvide sus penas? Ni tanto, ni tan calvo.
Las tragedias humanas ya no venden
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